Santa Eufemia: Historia de un asentamiento milenario en el Aljarafe tomareño
La presencia humana en la zona de Santa Eufemia se remonta, según los restos arqueológicos, a la Edad del Bronce. Desde entonces, este enclave ha conocido una ocupación casi ininterrumpida, reflejo de su valor estratégico junto al antiguo Lacus Ligustinus.
El geógrafo romano Estrabón, en el siglo I d.C., menciona Santa Eufemia como lugar de culto lunar y centro devocional dedicado a la diosa fenicia Astarté, desde comienzos del primer milenio a.C. Este asentamiento puede relacionarse con una factoría fenicio-cartaginesa que habría perdurado hasta la llegada de los romanos tras la decisiva batalla de Ilipa (206 a.C.), en la actual Alcalá del Río, donde Escipión derrotó al ejército cartaginés. En esa época, las laderas del Aljarafe eran conocidas por la presencia de estaño en laminillas, arrastrado por las aguas hacia el río y reutilizado posteriormente en la fabricación de armamento.
Durante el periodo romano, Santa Eufemia se transforma en una villa rural de carácter agrícola (Santa Fimia), típica del sistema latifundista. En el yacimiento conocido arqueológicamente como Santa Eufemia II, se han hallado restos de mosaicos y teselas, lo que da cuenta del lujo que alcanzó el enclave durante el Imperio. Aunque se produjo un abandono en el periodo ibérico, al final de la época romana se asentó un nuevo núcleo, que posteriormente dio continuidad al poblamiento islámico. Es decir, el asentamiento medieval perpetúa en realidad un poblamiento romano tardío, marcando una clara línea de continuidad histórica.
Durante el periodo andalusí, sobre los restos de la villa romana se asentó una alquería árabe, de la que no han quedado estructuras visibles, pero sí una notable cantidad de material cerámico, como asas de jarras decoradas con óxido de manganeso. Aunque documentados desde las primeras prospecciones, estos testimonios aún no han sido valorados en su justa medida.
Tras la Reconquista, Santa Eufemia se transformó en una hacienda agrícola que pasó por diferentes propietarios: D. Guillermo Clout, D. Gabriel de Estrada y D. Pedro de Galdona, quien a finales del siglo XVII mandó construir el caserío que aún se conserva. La fecha de 1698, inscrita en el molino aceitero, coincide con la construcción del caserío principal, cuya arquitectura se adscribe al barroco urbano andaluz. El conjunto presenta un esquema típico de hacienda de olivar: señorío, patios de labor y tinajón, molino con torre de contrapeso y viviendas para trabajadores fijos. Su acceso principal se realizaba por una preportada junto a la vivienda del guarda, coronada con torre-mirador para la vigilancia. Desde allí, un camino entre árboles conducía al caserío, de color blanco y almagra, con tejas, almenas y cerámica vidriada. El señorío cuenta con una arquería sobre columnas de mármol, a modo de mirador hacia la ciudad, y un jardín delantero.
En el siglo XVIII, la finca fue vendida a D. Fernando Ignacio Bécquer, luego a D. Antonio Aguirre, y más tarde a D. José María de Rojas y Ponce de León, veterano de la Guerra de la Independencia, quien vivió en la hacienda hasta su muerte en 1833. Fue enterrado en el Hospital de la Caridad de Sevilla, donde dedicó sus últimos años al cuidado de los enfermos.
El mayorazgo pasó a su hijo, D. Antonio de Rojas y Aguado, pero con la abolición de los mayorazgos y el proceso desamortizador, la propiedad fue vendida en 1848 al presbítero D. Antonio de Valdovina, y posteriormente a D. Juan Francisco Aguirre Subirat y Doña María Pilar Cordero Martín. En esta etapa se segregaron de la finca las estacadas de Valdovina y del Rosario (Aljamar). A la muerte sin descendencia de Pilar Cordero en 1897, la finca fue subastada y adquirida el 25 de junio de 1898 por D. Tomás Ybarra y González (1847–1916), por 75.000 pesetas.
Ybarra fue heredero de un importante imperio industrial fundado por su abuelo, José Antonio Ybarra de los Santos (1774–1849), pionero de la siderurgia vasca que sentó las bases de Altos Hornos de Vizcaya. Su hijo, D. José María Ybarra Gutiérrez de Cabiedes (1816–1878), primer conde de Ybarra, se había trasladado a Sevilla en la década de 1840. Tomás Ybarra, casado con Doña Emilia Osborne Guezala, tuvo como hijo a Eduardo Ybarra Osborne (1897–1972), heredero final de la finca.