Vista de Sevilla desde la cornisa del Aljarafe
Tras la caída de los reinos de taifas en el siglo XI, el occidente andalusí vivió una profunda transformación con la llegada de los almorávides, una dinastía norteafricana de origen bereber que, llamados inicialmente en auxilio frente al avance cristiano, terminaron por asumir el poder en buena parte del territorio andalusí. A partir de 1091, Sevilla y su territorio pasaron a formar parte del imperio almorávide, y con ello también el Aljarafe, incluida la zona que hoy ocupan Tomares y San Juan de Aznalfarache.
Los almorávides, más austeros y guerreros que los refinados reyes taifas, no mostraron especial interés por los palacetes de recreo como el de Hisn al-Zahir, construido por Al-Mutamid. Sin embargo, reconocieron su valor estratégico. Si bien no tenemos constancia arqueológica precisa de reformas importantes, es muy probable que este enclave —como otros muchos del entorno de Isbiliya— fuera reutilizado y adaptado para mantener su función como puesto de vigilancia y control del acceso fluvial.
Este patrón se intensificó con la llegada de los almohades, a mediados del siglo XII. Esta nueva dinastía, también norteafricana y con una visión más centralizadora y reformadora del poder, convirtió a Sevilla en su capital andalusí. Desde allí dirigieron una profunda reestructuración militar, económica y urbanística de la ciudad y su territorio inmediato. En este contexto, la comarca del Aljarafe adquirió un papel fundamental: no solo como zona agrícola privilegiada, sino también como espacio defensivo clave en el sistema fortificado del Guadalquivir.
Los almohades emprendieron una política sistemática de reconstrucción y ampliación de fortificaciones. El control del río y de los accesos a la capital les llevó a reforzar estructuras preexistentes y, en muchos casos, a levantar nuevas. Se sabe que el cerro de San Juan, donde se hallaban los restos del antiguo Hisn al-Zahir, fue reocupado y fortificado con técnicas propias del momento, como el uso intensivo del tapial almohade (una técnica de construcción con tierra apisonada, rápida y económica).
En excavaciones arqueológicas realizadas entre los años 1990 y 2000, se documentaron en la calle Tablada muros de tapial con un grosor de 2,30 m, lo cual ha hecho pensar que no pertenecen a la etapa almohade, sino quizás a una fase anterior (almorávide o incluso taifa). Esta hipótesis subraya una idea clave: los almohades no partieron de cero, sino que reaprovecharon y reforzaron las estructuras anteriores, como parte de su ambicioso proyecto de control territorial.
Desde el punto de vista territorial, es importante destacar que el actual municipio de Tomares formaba parte de ese sistema de control perimetral de Sevilla, con función tanto defensiva como de vigilancia del entorno agrícola y fluvial. Su situación elevada, en la cornisa del Aljarafe, permitía dominar visualmente el valle y ejercer funciones de control, especialmente hacia la zona del río. Aunque no contemos con una fortaleza documentada dentro de los límites actuales de Tomares, su territorio era parte activa de ese sistema defensivo almohade.
Además, la presencia de caminos y vías de comunicación entre Sevilla y el Aljarafe —algunos de los cuales discurrían por lo que hoy es el casco urbano de Tomares— refuerza la idea de que la localidad estaba plenamente integrada en la red militar, económica y logística del periodo almohade. Los ingenieros y planificadores de este imperio no dejaban nada al azar.
Así, el legado andalusí de Tomares no se agota en su posible vínculo con Osset o con la época taifa: su historia también está escrita en el silencio de sus colinas, en la tierra batida de sus posibles muros, y en su participación como pieza en el complejo engranaje defensivo y económico que sustentó el poder almohade en al-Andalus.
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